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INTROMISIÓN DEL CIERVO
“Las ruedas giraban. Y yo empecé a decirme: los árboles son buenos, y la hierba es buena, y los animales son buenos, y los pájaros que vuelan por el aire son estupendos. Y todo lo que hacemos es decente cuando la mente empieza a olvidar: es el designio de la vida; y todo lo que hacemos es decente cuando hemos olvidado: es el designio de la muerte”
Djuna Barnes (o mejor dicho, un personaje suyo) en “El bosque de la noche”
Me confiesa Verónica Eguaras que, en clase de Historia de Arte, despertó al llegar a Friedrich. Que aquellos paisajes transformaron sus otoños e inviernos navarros. Pero añade que lo poderoso de una imaginería tan dramática le hace vacilar. Lo que resta de esa seducción romántica –como (fecunda) enfermedad no curada– es una corriente oculta, simbólica y fabuladora, que es una forma de aparecer o de disfrazarse la Naturaleza. En la cabeza de Verónica Eguaras habitan los extremos del desierto y del bosque. El desierto fue el escenario de Ínodo, vídeo de 2008, del bosque procede el ciervo que asoma en su proyecto más reciente, Weeping Willow. Este ciervo es posible que sea él mismo, con su arborescente cornamenta, con su timidez proverbial, la personificación del bosque.
Verónica Eguaras siente la necesidad de descender hasta la naturaleza que se encierra en ella misma. Un territorio más próximo a lo botánico que a lo animal. La técnica de stopmotion, que confiere a sus vídeos una cualidad tan peculiar, tiene algo de crónica de una vida vegetativa, donde los movimientos resultan imperceptibles en su continuidad, y sólo son apreciables a modo de cambios de estado. Fabricadas con telas, látex y alambres, sus provocativas “Frutas” evocan órganos sexuales, cosa que supo ver muy bien Izaskun Etxebarría cuando escribió sobre ellas. Las perlas que las adornan se podrían interpretar como semillas, pero se impone la sospecha de que sean teclas donde pulsar el placer. En cualquier caso, se trata de simulacros, trampas para la vista y el deseo. Como los órganos sexuales, estos objetos tienen cierta vida propia, y se convierten en puertas. En ese sentido son reversibles, lo de fuera y lo de dentro intercambian los papeles. Cohabitan también lo femenino y lo masculino.
Con el título de esta exposición, Verónica Eguaras nos propone reflexionar sobre la diferencia sutil entre fruta y fruto. Si atendemos al María Moliner, la palabra “fruta” (en femenino) se aplica “a los frutos húmedos, comestibles y dulces”. Algo que resulta tentador, como lo fue la “fruta prohibida”. Sin embargo, se dirá que el pan es fruto del trabajo del hombre. La cuestión de género, nos recuerda la artista, es también una cuestión gramatical. El término femenino se coloca del lado de la naturaleza, renunciando a la singularidad. Frente al fruto masculino, la fruta es un término a un tiempo indiferenciado y seductor, que sólo sirve para ser consumido, aunque sea con la mirada. Dio fruto, se dice, pero comemos fruta, decimos.
El material textil facilita la transmisión de significados latentes como estos. Verónica Eguaras cuenta que es la necesidad la que conduce a estas técnicas y estos materiales. Necesidad a la que da respuesta una práctica adquirida en el contexto doméstico. Con ello, la artista se suma a una tradición posmoderna y femenina, tan reciente como fecunda, que reivindica el uso de las técnicas textiles, reivindicación que se asocia a creadoras como Louise Bourgeois, Joana Vasconcelos o Begoña Montalbán. Una práctica que se integra en estrategias complejas donde los significados priman sobre los significantes, en lo que termina por ser un collage extendido, ideológico y vital. En Verónica Eguaras, a este collage se incorporan la danza, el diseño de vestuarios (que se confunden con esculturas habitables), la producción de objetos, el dibujo y el vídeo.
Los dibujos de “Lujo, balidos y voluptuosidad” son un punto de encuentro entre los mundos de las “frutas” y “Weeping Willow”. Los títulos de Verónica Eguaras, ya hemos visto, suelen ser juegos irónicos. En este caso toma prestado otro título, que es el de un famoso cuadro de Matisse, pero le cambia la palabra “calma” por “balidos”. Sustitución chocante. A la naturaleza se la convoca con sentido carnavalesco. El cuadro de Matisse, como el verso de Baudelaire que lo inspiró, plantean un feminidad pasiva, “orden y belleza”, “lujo, calma y voluptuosidad”, un país, o paisaje que se parece a la mujer objeto. Los balidos interrumpen el idilio, con una actitud supra-realista.
Cuando el ciervo emergió en la obra de Verónica Eguaras lo hizo como un observador atónito de la farsa humana. En su último vídeo, dentro del proyecto “Weeping Willow, la aparición de este animal, tan breve como extraordinaria, parece tener otro carácter. Verónica Eguaras está perdiéndole el miedo al viejo Romanticismo. Su ciervo es un animal cargado de simbolismos. La regeneración de su cornamenta es imagen del renacer anual de la vida. Está entre esos seres psicopompos que conducían a los muertos al más allá. En la tradición druídica, comunica los mundo humano y feérico. Cirlot lo considera el polo opuesto del macho cabrío. Un animal positivo y puro. Esto encajaría, en cierto modo, con el papel del ciervo en este vídeo. Sería un representante de la cordura. Y esa cordura es un acuerdo también entre la vida y la muerte.
Alejandro J. Ratia
Septiembre de 2013